Es grande el tropiezo de mi niño indebido.
Sin prólogo alguno sube a su noria de
pavor diario y se deja llevar por la turbia
correntada que lo estrella contra las
piedras ocultas de lo cotidiano.
Todos saben de él y lo dejan.
Él sabe de todos y no le importa.
Jala y Jala mi niño una última bocanada
mientras escupe el tizne lóbrego entre
falacias y erratas de su breve e
impiadoso paraíso.
No advierte la sanguinolenta sordidez que
lo rodea ni el asedio de su propio apremio.
Es que a mi niño lo acosan deshechos de
miserias silenciadas y ajenas, de sombras
viejas basqueando y amordazándolo
sobre sus recuerdos para que no intente siquiera huir.
¿Quién le abrió la puerta a esta grima gravosa y sin ley?
¿Quién dirá por qué aquella verde y rozagante semilla no ha podido crecer resplandeciente y vigorosa?
Acorralado y espectral despierta apoyado sobre el muro de las últimas horas sofocándole.
Es él ese niño delatado por la indiferencia,
zurrado, herido y sangrante, bullendo en
su memoria traumas de guardias de
hospitales, de cínicas benevolencias, de
extrañas y obscenas hospitalidades, de
vergonzantes y violentas comisarías.
Vacío de otros recuerdos, hijo de olvidos,
inclinado en el edén del desecho, lenta y
calladamente deja migrar su niño del
cuerpo con una mueca de dolor indescifrable.
Deshecho su cuerpo, mi niño se niega a perdonar.
Velado y fantasmal, mi niño insiste, jamás perdonará.
Testigo de su propia muerte, mi niño es
sólo una rémora más de la fatalidad que
siempre lo ha circundado.
Sin una palabra amiga, sin al menos una
imaginada plegaria ha dejado ir a su
desvanecido niño.
Él lo sabe y sabe también que no fue su
porfía quien lo arrinconó definitivamente
tras su abandonada sombra.
Sabe mi niño que al fin termina este
asedio ominoso e insoportable, ésta
brutal expoliación de su niño indefenso
que lo ha sumergido a un torrente de
estrepitosas angustias.
Sabiéndolo exhala al fin su último y fatigado aliento.
Tal es el adiós de mi niño indiferente con rémoras de un pasado remoto, imposible ya de advertir.
Se oye en ciertas agonías decir que la
muerte tiene su propio manto de seda
fulgente y perdurable.
La extiende, dicen, solo sobre la oquedad
de los cuerpos inertes colmados de
dolorosa memoria humana.
Mi niño yace yerto bajo ese incierto cobijo.
José V. Villalba
Tweet |
0 comentarios:
Publicar un comentario