Nos cuidamos, nos protegemos, se cumple la cuarentena, la humanidad es solidaria, pero el pan a cada hogar llega cada vez con más dramática dificultad y escasez. Las deudas se acumulan, los compromisos contraídos agobian, el ánimo comunal está siendo apedreado por la incertidumbre reinante. El mañana parece un campo minado plagado de nuevas y desconocidas pruebas a superar.
Nuestros niños y jóvenes aprenden desde el hogar, sin el calor del compartir las insustituibles experiencias del aula escolar. Con la ausencia del semejante, del amigo, del compañero, del amistoso rival con el cual competir. En definitiva, las aulas son en sí mismas el gran maestro irreemplazable. La sublime lección del compartir y relacionarnos en comunidad se comienza a mamar desde las escuelas, esas mismas que hoy permanecen cerradas, aisladas y solitarias llorando lágrimas de tintas no utilizadas, sordas al alegre himno del murmullo escolar. La legión de guardapolvos blancos que todas las mañanas se desplegaba con entusiasmo por nuestras calles, le daban sentido a todos los esfuerzos de los adultos. Si les mutilamos el futuro a nuestros jóvenes, los adultos perdemos el sentido celestial de nuestro presente. Con todas las prevenciones habidas y por haber, los chicos y jóvenes deben retornar a las aulas lo antes posible. No queremos una generación de “Lobos solitarios” que no sepan el valor real de compartir esfuerzos e ideales con sus hermanos de aula en el poético transcurrir de los días que se aproximan. Cuando los niños vuelvan felices a las aulas se evidenciará el triunfo del ser humano sobre el infame virus, y nuestros días cobrarán su sentido más profundo.
¿Qué país nos quedará luego de esta pesadilla? ¿Cuáles serán los empleos que no volverán a brillar? ¿Nos adaptaremos al nuevo mundo que está naciendo?
La humanidad está bajo “fuego cruzado”. Por un lado, el implacable coronavirus con su abrumador mensaje de infección y muerte y por otro, la cuarentena y el distanciamiento social mundial de lógica prevención que derrumba la economía planetaria. Claro está que la vida de las personas es lo verdaderamente importante, el cuidado de los individuos debe ser la indiscutida prioridad universal.
En Argentina este principio humanitario y sagrado es honrosamente practicado por las autoridades nacionales, provinciales y municipales; tanto por las fuerzas oficialistas como opositoras. La grieta fue superada por el correcto criterio de cuidar a nuestros semejantes. Una vez más, el recto sentir y pensar triunfa sobre el criminal materialismo egoísta y residual que aún vocifera en algunos rincones oscuros del globo planetario.
Cierto es también que el aislamiento comunal está lacerando el ánimo social. La angustia de las personas se respira en cada calle de la república. La gente añora volver a la dinámica laboral que necesita. La economía doméstica está destruida, las personas necesitan retornar a sus labores sin descuidar las austeras prevenciones que debemos tener para evitar el mal del coronavirus. La certera y solidaria ayuda del Estado argentino es bien recibida y valorada, pero en verdad resulta insuficiente ante las inmensas carencias que padecemos. El Estado más poderoso del mundo jamás podrá cubrir las expectativas propias de cada familia, de las fábricas, talleres, oficinas y negocios que bien comprenden la necesidad de la cuarentena a la vez que observan cómo el cumplimiento de la misma les arrebata el presente y el futuro que soñaron.
Los argentinos saben que la cuarentena es necesaria para enfrentar al virus artero, a la vez que el hartazgo está cada vez más presente en el clima familiar.
El primer enemigo es el COVID-19, el segundo (respirándole la nuca al primero) es la bancarrota mundial que se traduce en cada barrio con la ausencia de lo primordial. Los sueños deben ser concretados, palpados, vividos en la divina cotidianidad de las horas que abrazamos.
¡Jamás perderemos las esperanzas de vivir en libertad y fraternidad!
Máximo Luppino
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